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9.14.2012

Aquí estás


Si no hubieras regresado, me hubiera perdido en el recuerdo durante el resto de mi vida. Pero aquí estás, frente a mí, con la comisura de los labios levantada. Marta está detrás de ti, con la mirada inquisitiva y la incertidumbre gravada en los ojos. ¿Pero qué más da? Por fin me siento completa. Tras todos estos meses sin ti me he dado cuenta que te necesito más de lo que imaginaba. Ahora me falta el aire, pero al menos puedo respirar de nuevo. Me sigues mirando, con tus ojos verdes y expresivos.
Dios, te he echado tanto de menos... En otro mundo, me llenaste de rosas, miradas, besos y algún que otro “te quiero”. Te dejé, pero ahora te habrás dado cuenta que lo hice por el bien de todos... Lo ves, ¿verdad Hugo? Todo cuadra, nosotros estamos predestinados. Al final, nos hemos encontrado. Hemos cruzado la barrera entre la conciencia y la inconsciencia. ¿Tiene eso sentido? Vivimos un sueño mientras estábamos soñando. Deja que siga soñando a tu lado con los ojos abiertos, viviendo en la realidad.
Estoy tan sorprendida y emocionada por verte de nuevo que apenas me doy cuenta del contacto de las espinas de la rosa contra las palmas de mis manos. No me duele. Eso me demuestra que todo esto es real. Tú eres real, después de todo...
¿Os conocéis de algo?— pregunta Marta, incapaz de reprimir su hambrienta curiosidad.
Me miras y entreabres los labios sin voltear. Antes has murmurado las palabras que empleaste para decirme que te gustaba, y yo te he contestado. Y después el silencio, y ha llegado Marta. Es tu hermana, ¿me equivoco? ¡Que tonta! La conocí hace mucho tiempo, la primera vez que regresé a la realidad. Debería de haberlo deducido...
Si.— contestas tú finalmente, sin apartar tu mirada de la mía.—Nos conocimos en un sueño.
Durante unos minutos el silencio reina en el lugar. Seguimos conectados por nuestras miradas. Abres los brazos y me invitas a que me pierda en ellos, y me lanzo encima de ti. Me cubres la cabeza con los labios, beso a beso. Yo pego mi cabeza en tu pecho y lloro de alegría, por el inesperado reencuentro. Cuando abro los ojos me doy cuenta de que Marta ya no está aquí. Nos ha dejado solos. Al mirarnos, nos fundimos en un cálido beso, con los labios ansiosos de contacto y las manos incapaces de estar quietas. Nos tocamos por todos lados, asegurándonos de que esto es real. Al cabo de un buen rato te separas. Aún así mi rostro sigue entre tus manos, obligándome a que te mire a los ojos. Hermosos ojos verdes.
Te prometí que no dejaría que lo nuestro acabara de aquella manera.
Los ojos se me inundan de nuevo ante tus palabras.
Y aquí estás.— murmuro, entre sollozos.
Si, aquí estoy. He venido para quedarme.



8.26.2012

Fantasmas del pasado



Los fantasmas no existen, no existen. La mujer repitió aquellas palabras mentalmente mientras caminaba a través de la absoluta e infinita oscuridad. En el tortuoso camino, la soledad también la acompañaba. Era la primera vez que entraba en esa casa en mucho tiempo. Allí había muerto él, el amor de su vida, el pilar que la sostuvo durante muchos años, impidiendo que cayera en el abismo que ahora la rodeaba. Por eso había regresado allí, con la esperanza de volver a verlo aun que sólo fuera en su mente.
Los fantasmas no existen. Jamás lo han hecho. Y, sin embargo, allí estaba ella, apoyando la palma de una de sus manos contra una pared desgastada por la falta de pintura. En aquella casa había vivido los mejores años de su vida. Allí había hecho por primera vez el amor con ese hombre de piel rasposa y barba de tres días. Allí, con manos inexpertas, se había dejado acariciar por vez primera, intentando reseguir la espalda de su reciente marido mientras el dolor la invadía ante la intromisión de él en ella. Mientras era acariciada recordó la boda. Había sido preciosa. Todo había estado decorado con un blanco pulcro como la nieve. A pesar de la pobreza, habían logrado tener un digno banquete. Padres, hermanos, amigos, gente del pueblo... Todos habían estado presentes en ese si quiero. Ella había sido afortunada. Se había casado por amor, no como muchas en esa época de represión y angustia. Se había casado con ese hombre rudo y, en ocasiones, mal educado. Sólo ella sabía cuan tierno podía llegar a ser... Dulzura infinita.

Después había llegado la pequeña niña dulce de rasgos inocentes y suaves. Había peinado cada mañana su cabello castaño y había realizado con sus dedos trenzas y coletas rosas en su cabello. Hermosa. Hermosa niña de sonrisa traviesa Había traído luz en aquella casa, que era devastada por la falta de alimentos. En ocasiones la escuchaba llorar de hambre. Mamá, tengo hambre. Mucha hambre. Por favor mamá. Y ella la consolaba y lloraba con ella. La apretaba contra su pecho y le cantaba nanas que había aprendido de su madre y sus abuelas. No llores, mi niña. Pronto llegará padre y comerás algo. Shh, ya está, no llores cariño. Aquello no era cierto siempre. Su marido se vio obligado a robar en muchas ocasiones. Algunas manzanas, un poco de pan... Aquello era lo único que lograba llevarles a casa. Y así iban pasando las semanas y los meses.

La dulce niña acababa de cumplir año y medio cuando llegó el segundo. Era pequeño, muy pequeño. Nació prematuro y apenas sobrevivió unos días. Aquello destruyó a la familia. Ni siquiera la dulce y pequeña niña logró regresar la luz en la casa. No por mucho tiempo.

Los robos para llevar comida a casa siguieron. Y una mañana su marido fue arrestado y no lo volvió a ver durante seis largos días. Regresó como una sombra, arrastrándose por los rincones oscuros de la vivienda, con los ojos apagados y las manos temblorosas. Ya no volvió a ser el mismo. Le preguntó mil veces qué había pasado. La única respuesta fue el silencio.

Los años pasaron y la mujer vio con asombro cómo la posguerra se lo llevaba todo con ella. Felicidad, familiares, amigos... La muerte oscura se lo llevaba todo a su paso. Por suerte, o no tanta, su joven niña creció hasta convertirse en una hermosa mujer joven y fuerte. Era rebelde, y esa fue su perdición. Se rebeló contra el gobierno, el caudillo, junto a unos compañeros de la universidad. Tenía veinte-y-dos años cuando la encerraron por primera vez en el calabozo. Salió al cabo de unos meses. La mujer le hizo prometer que no se metería en problemas de nuevo. Ella no quería ver a su madre sufrir, así que hizo lo que le pedía y se resignó a llevar la vida que todos llevaban: de represión, angustia y miedo.

La mujer sintió una oleada de melancolía invadiéndola ante esos recuerdos, a veces, dolorosos. Su pecho ardía y los ojos escocían.
Su marido la dejó a la corta edad de cuarenta-y-cinco años. Tan sólo llevaban veinte-y-siete años de matrimonio. El cáncer de pulmón se lo había llevado con él. No fumes tanto, cariño. No es bueno, no es bueno... No le había hecho caso. Él era así. Libre, tozudo, hecho de sus propias ideas y principios. Viendo la cama llena de polvo frente a sus ojos, el recuerdo de él postrado en ella, agonizando, la invadió de repente. No, los fantasmas no existen, tan sólo los recuerdos. Murió aquella misma noche. Y la mujer, a su lado, sosteniendo su mano, notó como una parte de ella moría con él.

Abandonó la casa y se fue a vivir con su hija, quién la acogió abiertamente. Se había casado con un famoso abogado que, secretamente, por las noches, se reunía con un grupo de amigos para planear estrategias de ataque contra los franquistas. El caudillo era ya un hombre viejo y sin voluntad. Recientemente, había sufrido un infarto que los que lo rodeaban habían intentado encubrir; pero tras sufrir un segundo infarto, la gente comenzó a hablar de una posible muerte y las calles se iluminaron de esperanza.

El mes de Septiembre de ese mismo año, la mujer recibió la noticia de que sería abuela. Su pequeña niña dulce de coletas rosas, estaba embarazada. Lo primero que hizo fue tocar con la yema de los dedos la aún pequeña barriga de su hija. Des de tiempos inmemorables, se sabía el sexo de la criatura por la forma de la barriga. Aún así no pudo descubrirlo, pues este aún no había adoptado forma alguna; ni ovalada ni redondeada.

Pasaron los días, las semanas y los meses. Y el día llegó. 20 de Noviembre. Franco ha muerto. Las especulaciones sobre si su muerte era real o no, pasaron de boca en boa. La gente seguía teniendo miedo, y sólo unos pocos se atrevieron a celebrar la noticia. Al cabo de unos meses, las primeras elecciones populares. La gente fue a votar aún con miedo en el cuerpo. Pero todo parecía ir bien, así que todo siguió su curso.

Un día cualquiera, la mujer se levantó de su lugar y observó con atención como su hija se paseaba por la casa. Ya estaba de cuatro meses. Su estomago había comenzado a adoptar su propia forma. Se le acercó con cautela y lo acarició. Redondo. Sería una niña. Las lágrimas no tardaron en acudir a sus ojos. Sería una dulce niña de expresiones suaves e inocentes, con las coletas rosas. Sería una hermosa niña.

Salió de la casa y caminó, casi inconscientemente, hacia su antiguo hogar. Y allí estaba ahora. Todo seguía como lo había dejado. Las paredes quizás más desteñidas, el olor a humedad profunda y el polvo inminente eran la diferencia. Eso era inevitable. Las cosas cambiaban. Todo, con el tiempo, había cambiado.

Caminó hacia su antiguo dormitorio y lo vio allí, estirado en la cama. Sabía que la imagen de su difunto marido era un espejismo, pero no pudo evitar gemir por la sorpresa al verlo. Fantasma. Dulce fantasma. Fantasma del primer amor, del único amor. Ella iba vestida de negro de nuevo, igual que el día de su funeral. Y él llevaba el mismo traje con el que había sido enterrado. Estaba hermoso, y sonreía. Dios, como lo extrañaba. Aquellos risueños ojos marrones, su rostro alargado y su sonrisa tierna; aquella sonrisa que sólo ella había visto. Sólo ella había tenido derecho a ella, a su ternura, su protección, su amor infinito en tiempos de dolor y hambre. Y aquella sonrisa había seguido con ella durante los años. Aún después de su muerte, aquella sonrisa la había acompañado en los momentos felices. En la boda de su hija, el día que supo que estaba embarazada, en el fin de la represión... Aquella mirada luminosa y sincera la había acompañado en momentos felices. Siempre.

El fantasma se levantó de la cama y acarició su mejilla arrugada por la edad con las manos. Ella se avergonzó y bajó la mirada. Se vio a sí misma, vieja y desgastada por el tiempo. Él seguía siendo joven, congelado en la muerte, en el recuerdo. Pero el hombre impidió que apartara sus ojos de los de él. Se inclinó levemente y la besó, y ella se sintió deshacer entre aquellos brazos que tantas veces la había tocado. La arrastró con hacia la cama y la estiró a su lado. Se abrazaron y se contemplaron en silencio por horas, o eso creyó ella. A esas alturas no sabía si la cordura la había abandonado completamente... Loca, me estoy volviendo loca. Loca de amor, loca de celos por no tenerte, loca de tristeza y de añoranza.
Se durmió entre los brazos de ese recuerdo, de esa imagen fantasmal que le había acogido protectoramente entre sus brazos, como él solía hacerlo. Antes de caer en la inconsciencia escuchó un te quiero al oído.

Su hija la encontró en la cama horas después, y la llevó a casa con desconcierto. No entendió el comportamiento de su madre, ni los murmullos desconcertantes durante la cena. Pero la mujer no la culpó por eso. Al fin y al cabo su hija no era la que había sido testigo de ese pequeño milagro. Y no se lo explicaba. No lo entendía. ¿Qué había sido aquello? ¿A caso los fantasmas existen?, se preguntó.