Los
fantasmas no existen, no existen. La
mujer repitió aquellas palabras mentalmente mientras caminaba a
través de la absoluta e infinita oscuridad. En el tortuoso camino,
la soledad también la acompañaba. Era la primera vez que entraba en
esa casa en mucho tiempo. Allí había muerto él, el amor de su
vida, el pilar que la sostuvo durante muchos años, impidiendo que
cayera en el abismo que ahora la rodeaba. Por eso había regresado
allí, con la esperanza de volver a verlo aun que sólo fuera en su
mente.
Los fantasmas no existen. Jamás lo han hecho. Y, sin embargo, allí
estaba ella, apoyando la palma de una de sus manos contra una pared
desgastada por la falta de pintura. En aquella casa había vivido los
mejores años de su vida. Allí había hecho por primera vez el amor
con ese hombre de piel rasposa y barba de tres días. Allí, con
manos inexpertas, se había dejado acariciar por vez primera,
intentando reseguir la espalda de su reciente marido mientras el
dolor la invadía ante la intromisión de él en ella. Mientras era
acariciada recordó la boda. Había sido preciosa. Todo había estado
decorado con un blanco pulcro como la nieve. A pesar de la pobreza,
habían logrado tener un digno banquete. Padres, hermanos, amigos,
gente del pueblo... Todos habían estado presentes en ese si quiero.
Ella había sido afortunada. Se había casado por amor, no como
muchas en esa época de represión y angustia. Se había casado con
ese hombre rudo y, en ocasiones, mal educado. Sólo ella sabía cuan
tierno podía llegar a ser... Dulzura infinita.
Después
había llegado la pequeña niña dulce de rasgos inocentes y suaves.
Había peinado cada mañana su cabello castaño y había realizado
con sus dedos trenzas y coletas rosas en su cabello. Hermosa. Hermosa
niña de sonrisa traviesa Había traído luz en aquella casa, que era
devastada por la falta de alimentos. En ocasiones la escuchaba llorar
de hambre. Mamá, tengo hambre. Mucha hambre. Por favor
mamá. Y ella la consolaba y
lloraba con ella. La apretaba contra su pecho y le cantaba nanas que
había aprendido de su madre y sus abuelas. No llores, mi
niña. Pronto llegará padre y comerás algo. Shh, ya está, no
llores cariño. Aquello no era
cierto siempre. Su marido se vio obligado a robar en muchas
ocasiones. Algunas manzanas, un poco de pan... Aquello era lo único
que lograba llevarles a casa. Y así iban pasando las semanas y los
meses.
La dulce niña acababa de cumplir año y medio cuando llegó el
segundo. Era pequeño, muy pequeño. Nació prematuro y apenas
sobrevivió unos días. Aquello destruyó a la familia. Ni siquiera
la dulce y pequeña niña logró regresar la luz en la casa. No por
mucho tiempo.
Los robos para llevar comida a casa siguieron. Y una mañana su
marido fue arrestado y no lo volvió a ver durante seis largos días.
Regresó como una sombra, arrastrándose por los rincones oscuros de
la vivienda, con los ojos apagados y las manos temblorosas. Ya no
volvió a ser el mismo. Le preguntó mil veces qué había pasado. La
única respuesta fue el silencio.
Los
años pasaron y la mujer vio con asombro cómo la posguerra se lo
llevaba todo con ella. Felicidad, familiares, amigos... La muerte
oscura se lo llevaba todo a su paso. Por suerte, o no tanta, su
joven niña creció hasta convertirse en una hermosa mujer joven y
fuerte. Era rebelde, y esa fue su perdición. Se rebeló contra el
gobierno, el caudillo, junto a unos compañeros de la universidad.
Tenía veinte-y-dos años cuando la encerraron por primera vez en el
calabozo. Salió al cabo de unos meses. La mujer le hizo prometer que
no se metería en problemas de nuevo. Ella no quería ver a su madre
sufrir, así que hizo lo que le pedía y se resignó a llevar la vida
que todos llevaban: de represión, angustia y miedo.
La mujer sintió una oleada de melancolía invadiéndola ante esos
recuerdos, a veces, dolorosos. Su pecho ardía y los ojos escocían.
Su
marido la dejó a la corta edad de cuarenta-y-cinco años. Tan sólo
llevaban veinte-y-siete años de matrimonio. El cáncer de pulmón se
lo había llevado con él. No fumes tanto, cariño. No es
bueno, no es bueno... No le
había hecho caso. Él era así. Libre, tozudo, hecho de sus propias
ideas y principios. Viendo la cama llena de polvo frente a sus ojos,
el recuerdo de él postrado en ella, agonizando, la invadió de
repente. No, los fantasmas no existen, tan sólo los
recuerdos. Murió aquella misma
noche. Y la mujer, a su lado, sosteniendo su mano, notó como una
parte de ella moría con él.
Abandonó la casa y se fue a vivir con su hija, quién la acogió
abiertamente. Se había casado con un famoso abogado que,
secretamente, por las noches, se reunía con un grupo de amigos para
planear estrategias de ataque contra los franquistas. El caudillo era
ya un hombre viejo y sin voluntad. Recientemente, había sufrido un
infarto que los que lo rodeaban habían intentado encubrir; pero tras
sufrir un segundo infarto, la gente comenzó a hablar de una posible
muerte y las calles se iluminaron de esperanza.
El mes de Septiembre de ese mismo año, la mujer recibió la noticia
de que sería abuela. Su pequeña niña dulce de coletas rosas,
estaba embarazada. Lo primero que hizo fue tocar con la yema de los
dedos la aún pequeña barriga de su hija. Des de tiempos
inmemorables, se sabía el sexo de la criatura por la forma de la
barriga. Aún así no pudo descubrirlo, pues este aún no había
adoptado forma alguna; ni ovalada ni redondeada.
Pasaron
los días, las semanas y los meses. Y el día llegó. 20 de
Noviembre. Franco ha muerto.
Las especulaciones sobre si su muerte era real o no, pasaron de boca
en boa. La gente seguía teniendo miedo, y sólo unos pocos se
atrevieron a celebrar la noticia. Al cabo de unos meses, las primeras
elecciones populares. La gente fue a votar aún con miedo en el
cuerpo. Pero todo parecía ir bien, así que todo siguió su curso.
Un
día cualquiera, la mujer se levantó de su lugar y observó con
atención como su hija se paseaba por la casa. Ya estaba de cuatro
meses. Su estomago había comenzado a adoptar su propia forma. Se le
acercó con cautela y lo acarició. Redondo. Sería una niña. Las
lágrimas no tardaron en acudir a sus ojos. Sería una dulce niña de
expresiones suaves e inocentes, con las coletas rosas. Sería una
hermosa niña.
Salió de la casa y caminó, casi inconscientemente, hacia su antiguo
hogar. Y allí estaba ahora. Todo seguía como lo había dejado. Las
paredes quizás más desteñidas, el olor a humedad profunda y el
polvo inminente eran la diferencia. Eso era inevitable. Las cosas
cambiaban. Todo, con el tiempo, había cambiado.
Caminó
hacia su antiguo dormitorio y lo vio allí, estirado en la cama.
Sabía que la imagen de su difunto marido era un espejismo, pero no
pudo evitar gemir por la sorpresa al verlo. Fantasma. Dulce
fantasma. Fantasma del primer amor, del único amor. Ella
iba vestida de negro de nuevo, igual que el día de su funeral. Y él
llevaba el mismo traje con el que había sido enterrado. Estaba
hermoso, y sonreía. Dios, como lo extrañaba. Aquellos risueños
ojos marrones, su rostro alargado y su sonrisa tierna; aquella
sonrisa que sólo ella había visto. Sólo ella había tenido derecho
a ella, a su ternura, su protección, su amor infinito en tiempos de
dolor y hambre. Y aquella sonrisa había seguido con ella durante los
años. Aún después de su muerte, aquella sonrisa la había
acompañado en los momentos felices. En la boda de su hija, el día
que supo que estaba embarazada, en el fin de la represión... Aquella
mirada luminosa y sincera la había acompañado en momentos felices.
Siempre.
El
fantasma se levantó de la cama y acarició su mejilla arrugada por
la edad con las manos. Ella se avergonzó y bajó la mirada. Se vio a
sí misma, vieja y desgastada por el tiempo. Él seguía siendo
joven, congelado en la muerte, en el recuerdo. Pero el hombre impidió
que apartara sus ojos de los de él. Se inclinó levemente y la besó,
y ella se sintió deshacer entre aquellos brazos que tantas veces la
había tocado. La arrastró con hacia la cama y la estiró a su lado.
Se abrazaron y se contemplaron en silencio por horas, o eso creyó
ella. A esas alturas no sabía si la cordura la había abandonado
completamente... Loca, me estoy volviendo loca. Loca de
amor, loca de celos por no tenerte, loca de tristeza y de añoranza.
Se
durmió entre los brazos de ese recuerdo, de esa imagen fantasmal que
le había acogido protectoramente entre sus brazos, como él solía
hacerlo. Antes de caer en la inconsciencia escuchó un te
quiero al oído.
Su
hija la encontró en la cama horas después, y la llevó a casa con
desconcierto. No entendió el comportamiento de su madre, ni los
murmullos desconcertantes durante la cena. Pero la mujer no la culpó
por eso. Al fin y al cabo su hija no era la que había sido testigo
de ese pequeño milagro. Y no se lo explicaba. No lo entendía. ¿Qué
había sido aquello? ¿A caso los fantasmas existen?,
se preguntó.
1 comentari:
No hay última carta que pueda proclamar un adiós mientras el pasado no abandona y el olvido olvida olvidar. Por eso y por ahora, nunca sobra una más de las faltas…
Saludos en letras
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